Hola, soy Dun. Mejor dicho, podéis llamarme Dun, porque en mi barrio todo el mundo me conoce como Duncan MacGill. El repudiado. El del B&B. El padre soltero y marica de Sean.

Todo empezó el verano en que mi hijo estaba a punto de cumplir siete años. Las primeras vacaciones que él iba a pasar en Stonehaven con Connor y Greg. Las primeras en que estaríamos separados, porque yo tenía que volver al trabajo en Oban.

Tener tanta libertad me hizo darme cuenta de que no recordaba lo que era dedicarme tiempo a mí mismo. Necesitaba soltarme un poco, pero, siendo sincero, estaba perdidísimo. Y convencido de que nadie querría tener algo con alguien como yo, en mis circunstancias.

Como soy un frikazo de Queen, me pareció una gran idea empezar mis «vacaciones» a lo grande. A lo Freddie. Pero no contaba con que iba a tener público.

Y ese fue el principio de esta historia, porque decidí no hacer caso de la gran lección que me inculcaron en el noble arte de la hostelería: «Nunca te tomes más confianzas de las justas con un huésped».

Porque Ryan era un huésped. Pero no uno cualquiera.

Y él, aunque yo aún no tenía ni idea, necesitaba liberarse también…

Estaba preguntándome dónde estarían metidos Connor, Greg y, sobre todo, Sean cuando obtuve respuesta:

—¡Papáaaaaaa!

Se me dibujó al instante una sonrisa. Ryan tomó la bolsa de las botellas para dejarme libre, y yo apenas tuve unos segundos para agacharme y dejarme arrollar por la energía de mi hijo.

—¿Cómo va todo por aquí? —le pregunté tras abrazarlo con fuerza—. ¿Estás ayudando a montar la fiesta?

—¡Sí! Me han nombrado encargado de colocar los vasos de papel en las mesas, y los crackers.

—¿Los crackers también? Eso es una gran responsabilidad.

Sean me sostuvo la mirada, pletórico. Seguramente él sí que consideraba imprescindible que cada asistente al céilidh tuviese uno de esos tubos de cartón rellenos de chucherías que en las Highlands, al igual que en prácticamente toda Gran Bretaña, son un básico de la Navidad, pero entonces su expresión cambió.

Porque se dio cuenta de que, tal y como le habíamos dicho, yo venía acompañado.

Noté que Ry se agachaba a mi lado. Luego escuché cómo se dirigía a la persona que sigue siendo el centro de mi mundo:

—Hola, Sean… Soy Ryan. Tenía muchas ganas de conocerte.

Los observé. Ambos se quedaron como estaban, dándome el perfil y mirándose fijamente. La sonrisa amable del uno contra el escrutinio descarado del otro. Cuatro, cinco segundos de silencio. Seis. Siete. A los ocho segundos dejé de contar. Mi hijo, a todas estas, seguía con el ceño fruncido y sin dignarse a responder.

Estaba empezando a sentir apuro cuando escuché que alguien afirmaba a mis espaldas:

—El clásico choque de rayos láser por los ojos. Lo echaba de menos…

No tardé en comprobar que se trataba de Greg.

—¡Habéis llegado justo a tiempo! —añadió Connor.

Como él iba en kilt —aunque no el mismo de la noche anterior—, me quité el sporran que llevaba a la cadera y se lo tendí.

—Gracias. Y tranqui, que mi «equipaje» está en el coche.

Connor me regaló una de sus medias sonrisas, de esas con las que no sabes si te está perdonando la vida o si se está quedando contigo. Por suerte, le conozco demasiado bien. Me tendió la mano y yo acepté que me ayudase a levantarme.