Björn, un joven artista urbano de origen islandés, ve cómo su vida da un giro cuando conoce a Markus. Junto a él no solo recorre la tierra en la que nació y de la que emigró siendo niño, sino que descubre el amor y el arraigo, pero también el dolor de la pérdida.

Isma, harto de una relación de pareja en la que se siente incomprendido, se marcha de Madrid para recalar en Akureyri, al norte de Islandia, en donde planea pasarse el largo invierno trabajando.

Lo que ninguno de los dos espera es hallar en el otro lo que necesitan para volver a encontrarse a sí mismos tras un largo periodo deambulando entre las sombras, y que entre ambos surgirá algo mucho más profundo que el entendimiento y la complicidad…

Isma elevó el mentón. Asombrado, constató que el manto plomizo de nubes imperante durante la jornada se había abierto, y que en el cielo nocturno danzaban, al compás de las estrellas, los verdes fascinantes de las auroras boreales.

Permanecieron así, el uno junto al otro sin decir nada, durante un buen rato, hasta que Isma musitó:
—Son increíbles…
—¿Las habías visto antes?
—No.
—En Copenhague es muy difícil que se aprecien, y durante los años que estuve recorriendo Europa siempre fui hacia el sur. —Deleitándose él también con aquel espectáculo de la naturaleza del que nunca podría cansarse, Björn añadió—: Así que te entiendo, yo también las vi por primera vez cuando llegué a Islandia.

De nuevo otro silencio prolongado que Isma acogió con gratitud. Solos los dos sumergidos en aquella calidez, ante la visión fastuosa del universo.
—Björn… —lo llamó con un hilo de voz.
—Dime.
—Ahora en serio: me has traído aquí porque quieres que me congele cuando salgamos para quedarte con mi ordenador y mi tableta gráfica, ¿verdad?

Su compañero de piso rompió a reír. Una risa cristalina que, hasta ese momento, Isma no había escuchado. Tan contagiosa que se le unió.